Mi primer Berlín

Berlín 1931

Leí Berlín 1931 de Felipe Hernández Cava y Raúl en los primeros compases de 1992. Era invierno, hacía frío y los días eran cortos. Por eso la memoria me devuelve aquel álbum como envuelto en una exhalación nocturna, helada, presagio de tormentas. Debo decir que la obra no me era del todo desconocida. Había leído antes alguna página suelta y me había hecho al respecto una idea equivocada. Aquella primera lectura, al fin completa, me golpeó como un martillo.

Berlín 1931 formaba parte del catálogo de la editorial Casset, sello madrileño que irrumpió fugazmente en el mercado del cómic español a principios de los 90 con una cuidada selección de títulos: León Doderlín de Federico del Barrio, Perro Nick de Gallardo o la excelente antología Pop español, entre otros. El listado era breve, compuesto por apenas ocho álbumes. En la suma de obras, el dibujante Raúl Fernández Calleja ocupaba un lugar de privilegio con tres títulos, nada menos: la recopilación de historietas Fe de erratas, la antología de ilustraciones de prensa Cuaderno perplejo, y el espléndido Berlín 1931, acaso el más homogéneo de los tres y, para mí, el más querido. Pocos tebeos me han acompañado tan lealmente y durante tanto tiempo como lo ha hecho este.

Berlín 1931 reúne tres historietas de diversa extensión publicadas originalmente entre los años 1985 y 1989. Comparten la atmósfera revuelta del Berlín de entreguerras que los guiones recrean maravillosamente a partir de fuentes diversas, con especial atención a la novela Adiós a Berlín del británico Christopher Isherwood (cimiento argumental de Cabaret, musical que Bob Fosse trasladó con éxito al cine). Se trata de una atmósfera convulsa que Raúl dibuja como nadie. Su dibujo evoca la obra de los pintores expresionistas e invoca las imágenes del espléndido documental de Walter Ruttman Berlín, sinfonía de una ciudad (que Raúl llegó a ver hasta en siete ocasiones, según me contó en las conversaciones que mantuvimos durante unas jornadas que Hernández Cava organizó en Guadalajara hace más de quince años).

Las dos primeras historias del álbum —»El rey del Congo» y «Todo sueños»— son piezas breves que se publicaron originalmente en las revistas Complot y Madriz, respectivamente. La siguiente —»Vendrán por Swinemünde»— es la más extensa del trío y apareció por entregas en El País Semanal, todos los domingos desde octubre de 1988 hasta febrero de 1989. Fue allí, en uno de los números de aquel suplemento dominical, donde tuve mi primer encuentro (encontronazo, más bien) con esta obra y, por extensión, con los trabajos de Hernández Cava y Raúl.

Llegué a la historia en un episodio intermedio, ignorando a autores, personajes y argumento. Con todo, aún recuerdo el rubor de mis trece años al leer la escena en que la pareja protagonista alcanzaba el orgasmo en una imagen de gran belleza plástica y gran riesgo expresivo. Privado de las entregas anteriores (y de todas las posteriores), consideré durante años que se trataba de un cómic porno, etiqueta con la que, una vez deshecho el equívoco, hoy me costaría identificar esta o cualquier otra obra de Hernández Cava y Raúl.

Confusiones aparte, podría hablar largo y tendido de un álbum al que se accede por un soberbio prólogo de Hernández Cava, prodigio de claridad y erudición, que me ha servido de modelo siempre que alguien me ha propuesto que le escriba una introducción. Podría hablar del retrato de una época que admite, con matices, una lectura profética o precautoria. Podría hablar, por supuesto, de esas dos piezas cortas que abren el libro y que, pese a su brevedad (o acaso por ella), confirman la teoría que el maestro Hemingway formuló hace tiempo, aquella que definía la ficción literaria como un iceberg cuyo poder de sugestión no dependía de los hechos que se contaban en ella sino de los que quedaban ocultos a la vista —pero no a la imaginación— del lector. Podría hablar, claro, de la retórica de los diálogos, esa especie de oratoria respirada que recuerda situaciones del viejo Hollywood y que cada vez que la leo me trae a la memoria la voz inconfundible del propio Felipe. Podría hablar, con justicia, de un dibujante exquisito, superlativo, maestro absoluto de la composición, la luz y el color, capaz de modificar el registro gráfico a voluntad para evocar el exacto tono emocional de una escena. Podría hablar, en ese sentido, de amarillos, azules, verdes. Y de la imagen de un pañuelo rojo impresa en mi retina para siempre. Podría hablar largo y tendido de todo ello, sin duda. Pero me estaría alejando del lugar al que realmente quiero ir.

Berlín 1931 fue para mí una auténtica revelación, la vía de acceso a una historieta más sutil, emotiva, culta, llena de posibilidades, abierta al cambio. Una historieta cuyos secretos no se entregan fácilmente, pero cuyos autores nos brindan lo mejor de sí mismos a cambio de que nosotros, como lectores, les correspondamos. Nunca he sido mejor lector, lo confieso, como cuando este Berlín fue mío por primera vez.

Jorge García