La muerte de Franco señala para mucha gente el comienzo de la Transición. En los tres años siguientes se desmantelaron los cimientos de la dictadura, se implantó un régimen parlamentario y se celebraron las primeras elecciones democráticas desde 1936. En diciembre de 1978, con la aprobación por referéndum de la constitución, concluyó el periodo de consenso y creación de un marco institucional. Cinco meses después, en mayo de 1979, vio la luz en el semanario La Calle un western en viñetas: Mezquite, firmado por El Cubri.
La Calle era una revista de actualidad que dirigía César Alonso de los Ríos y que vino a sustituir a Triunfo como portavoz de la progresía de vanguardia. Afín a los postulados del eurocomunismo, destacó especialmente por su sección cultural, dirigida por Javier Alfaya. En ella, el cómic ocupaba su propio espacio con la serie Tequila Bang, justiciera de izquierdas criada en una imposible comuna «budista-leninista» y creada por Víctor Mora y Alfonso Font. Cuando esta aventurera se tomó un descanso, sonó la hora de El Cubri y su Mezquite.
El Cubri es el nom de plume de un colectivo de historietistas fundado en 1973 por el guionista Felipe Hernández Cava y por el dibujante Saturio Alonso, a los que se unió al año siguiente el también dibujante Pedro Arjona. Juntos configuraron una obra combativa y rompedora que destacaba por sus inquietudes políticas, sociales, ideológicas, culturales y experimentales. Su álbum El que parte y reparte se queda con la mejor parte (1975) es un hito en la historia del tebeo político en España. Con ella convirtieron la historieta en instrumento de análisis y denuncia de toda clase de injusticias. Mezquite participa de ese espíritu contestatario. Pero también manifiesta, con distancia, el amor de El Cubri por las mitologías populares.
Digo «con distancia» porque Mezquite no es un western que se entregue con facilidad al lector. Nada hay en él de la aventura épica al estilo de Ford, Hawks o incluso Leone. El referente fílmico más cercano es el cineasta Monte Hellman, como ha señalado Hernández Cava en repetidas ocasiones. La acción nos traslada al año 1848. México acaba de perder una guerra (y parte de su territorio) contra su poderoso vecino del norte. En Chihuahua, el guía Amos Bourke acepta el encargo de conducir a una misteriosa mujer a través del territorio apache. Deberán ir con pies de plomo, ya que los seguidores del cacique mimbreño Mangas Coloradas están alborotando la región. La respuesta del gobierno mexicano ha consistido en poner precio a las cabelleras indias, atrayendo con ello a mercenarios de la peor especie (como la banda Glanton, sobre la que el novelista Cormac McCarthy escribió Meridiano de sangre). Bourke no pertenece a esa casta de carniceros. Como la mayoría de héroes de Hernández Cava, carece de ideales, aunque no de conciencia. Ese matiz es pertinente en la España de 1979.
Tanto Mezquite como la coetánea Sueños de plomo (una historieta por entregas que se publicó en el rotativo Diario 16 y que recreaba los ambientes y los personajes de la serie negra) se gestaron durante los años del «desencanto», término que pintaba de un brochazo la desilusión de la ciudadanía con los logros de la Transición. El Amos Bourke de Mezquite y el Peter Parovic de Sueños de plomo son los perfectos desencantados. Desarraigados, carentes de ideales propios, se limitan a ejercer el papel de Pepito Grillo respecto a las ilusiones ajenas (o a las desilusiones, que de todo van encontrando).
Mezquite está construido según el modelo de la novela bizantina. Bourke y su patrona emprenden un viaje cuyas etapas están señaladas por encuentros diversos: con un viejo amigo, con un desertor yanqui, con un artista circense, con una tumba. Cualquier hito vale para hacer un alto y abrir la narración al diálogo. A medida que avanzan, el clima de amenaza que los rodea se irá espesando a su alrededor hasta descargar violentamente en un desenlace abrupto e inapelable.
Sabemos que Mezquite fue el último trabajo de Saturio Alonso como dibujante de El Cubri. Nos consta que el arte es casi enteramente obra suya (con la asistencia de Pedro Arjona y Hernández Cava en la tinta y la rotulación). Las páginas llevan su sello: ese estilo fotográfico, frío, de altos contrastes lumínicos que da a sus planchas una apariencia de gran objetividad, especie de expresionismo documental. Su estética delata el empleo del proyector de cuerpos opacos, instrumento que le permitía manipular una amplia selección de imágenes (incluidas fotonovelas, que reinterpretaba a su antojo). En Mezquite, la naturaleza —elemento esencial del western— queda reducida a su mínima expresión, insinuada, más que vista, en la silueta de un cactus, en el pecho pétreo de un paredón montañoso o en un cielo de un blanco deslumbrante. Destacan, por supuesto, esas viñetas horizontales que ocupan todo el ancho de la página. En ellas cristalizan espléndidamente los tiempos muertos de la historia.
Según Hernández Cava, Mezquite fue acogido con desconcierto tanto por el público como por la redacción de La Calle, que se apresuró a retomar Tequila Bang en cuanto hubo concluido aquel western desencantado. Mezquite jamás se ha reeditado desde entonces y quien quiera leerlo tendrá que buscar archivos digitales dispersos en internet o dirigirse directamente a los fondos del Archivo Lafuente, donde se pueden consultar las planchas originales. Es una lástima porque, según creo, es la primera historieta larga de El Cubri (¡42 páginas, nada menos!). Supongo que podría considerarse una obra de juventud, pero brilla con luz propia por su guion, su estética, su ambición, sus hallazgos narrativos y su cuidada iluminación. Nada mal para un western a contrapelo.
Jorge García