Yo, pecador

Todos nacemos culpables. Pero Alack Sinner un poco más. A nosotros nos condena el pecado original, a él el apellido. La culpa cristiana desaparece con el bautismo, la de nuestro detective se adquiere, precisamente, con el bautismo. Alack (casi Black) Sinner (totalmente Pecador) lleva el destino inscrito en la partida de nacimiento. Pasea su conciencia maculada por un Nueva York ensoñado y, por eso mismo, más real. Va del callejón oscuro a la avenida refulgente, del tugurio a la sala de fiestas, de la contemplación en la terraza de un rascacielos a la vomitona en el retrete, de la tiritona invernal al sudor agobiante… Y siempre acompañado de una banda sonora, rock, blues o jazz, adecuada para la ocasión. Letra y música funcionan así, más que como acompañamiento, como eco simbólico de la intriga. Todo ello viene interrumpido por el frecuente estallido de una onomatopeya o de un letrero de neón.

Alack Sinner empezó, como cualquier buen detective, queriendo ser justiciero, pero acabó dejándolo por imposible. La delincuencia no tiene solución cuando todos, en mayor o menor medida, somos criminales. Se convirtió así en un paseante alucinado por las miserias humanas, sólo de vez en cuando sorprendido por algún destello de bondad o la luz, siempre intermitente, de un breve cariño. Apenas unas pinceladas de blanco sobre un fondo negro, muy negro.

Al final, Sinner es un hombre que sueña y que, con regular frecuencia, recibe una paliza. La paliza se la puede dar un matón de tres al cuarto o un violento psicópata pero, más a menudo, se la da el desengaño. Hace tiempo que no tiene esperanzas, pero todavía se le escapa alguna ilusión. Corre para alcanzarla y otra vez vuelve a caer. Por eso su rostro está marcado. Marcado de cicatrices, arrugas, resacas y cansancios. Las huellas que deja la vida o, mejor dicho, las pequeñas, las cotidianas muertes que acaban con ella

En ninguna otra serie policíaca se mata tan mal y se muere tan bien. El acontecimiento sobre el que giran la mayor parte de las tramas, el acto criminal, viene representado con gran eficacia gráfica. El disparo asesino, más raramente la puñalada, provienen de un gesto rabioso, contundente, inapelable… La víctima encaja encogida, desbaratada, volteada… Y todo atravesado por el chorro, también negro, de la sangre.

En Alack Sinner no hay rendición. En todo caso, aunque sea como posibilidad remota, redención. Y eso que el protagonista no cree en el paraíso ni tampoco en el más allá. Bastante tiene con el infierno de este más acá. En él, entre cigarrillo y whisky, purga su pena, una larga y triste pena.

Antonio Altarriba